lunes, 28 de marzo de 2011

The dead of night ~

¿Qué es lo bueno de tener que comerse un viaje de dos horas a las seis de la mañana? Prácticamente nada. Dormir poco y viajar mucho, sentado en un asiento pensado ergonómicamente para hacer que cualquier posición que elijas resulte incómoda, golpeándote contra la ventana por cada bache que hay en la calle, cayéndote hacia adelante con cada frenada del colectivero; para después darte cuenta del chichón nuevo que te salió o quedarte dormido al mínimo asomo de aburrimiento, es de lo más molesto y contracturante.

Pero, por otra parte, no puedo evitar disfrutar de la vista tan inusual. El sol apenas está asomándose, y mientras las penumbras van desapareciendo poco a poco, poco a poco también va apareciendo la gente. No toda la gente, vale aclarar: son solo algunos, aquellos que se despiertan con la ciudad; aquellos que despiertan a la ciudad. Y mientras el sol sigue subiendo, estas personas-personajes van dejándose llevar, actuando casi por inercia, como bailando al compás de alguna canción muy lenta que se va volviendo más y más estridente.

Se cruzan sus caras de sueño, sus miradas, sus ojeras, alguna sonrisa, otro bostezo, y, por un instante, es como si todos fuéramos cómplices, parte de lo mismo: Nadie quiere despertarse temprano, y menos si es para tener que trabajar o estudiar estando todavía dormidos. Pero todos sabemos que no hay otra opción, y nos entendemos.

A la madrugada, cuando la ciudad comienza a despertarse, no hay gritos en las calles, no hay autos acelerando, frenando, tocando la bocina; incluso los que hablan se cuidan de no hacerlo en un tono muy fuerte. Eso es lo que me gusta de este viaje, de esta hora: ser un testigo y partícipe más de la ciudad que se despierta. Ver a la gente, con sus caras de sueño, dirigirse hacia donde se los necesita; algunas luces en algunas ventanas encenderse, al tiempo que se apagan las luces de la calle; y ver como se transforma todo. Pareciera que hay algo mágico en el aire a la mañana, que cuando el reloj marca las siete, entre el ajetreo, el ruido, y el apuro de la gente, es imposible percibir.


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