Pero, por otra parte, no puedo evitar disfrutar de la vista tan inusual. El sol apenas está asomándose, y mientras las penumbras van desapareciendo poco a poco, poco a poco también va apareciendo la gente. No toda la gente, vale aclarar: son solo algunos, aquellos que se despiertan con la ciudad; aquellos que despiertan a la ciudad. Y mientras el sol sigue subiendo, estas personas-personajes van dejándose llevar, actuando casi por inercia, como bailando al compás de alguna canción muy lenta que se va volviendo más y más estridente.
Se cruzan sus caras de sueño, sus miradas, sus ojeras, alguna sonrisa, otro bostezo, y, por un instante, es como si todos fuéramos cómplices, parte de lo mismo: Nadie quiere despertarse temprano, y menos si es para tener que trabajar o estudiar estando todavía dormidos. Pero todos sabemos que no hay otra opción, y nos entendemos.
A la madrugada, cuando la ciudad comienza a despertarse, no hay gritos en las calles, no hay autos acelerando, frenando, tocando la bocina; incluso los que hablan se cuidan de no hacerlo en un tono muy fuerte. Eso es lo que me gusta de este viaje, de esta hora: ser un testigo y partícipe más de la ciudad que se despierta. Ver a la gente, con sus caras de sueño, dirigirse hacia donde se los necesita; algunas luces en algunas ventanas encenderse, al tiempo que se apagan las luces de la calle; y ver como se transforma todo. Pareciera que hay algo mágico en el aire a la mañana, que cuando el reloj marca las siete, entre el ajetreo, el ruido, y el apuro de la gente, es imposible percibir.