jueves, 22 de julio de 2010

Una clase de Medicina



Rubén Omar Sosa escuchó la lección de Maximiliana en un curso de terapia intensiva, en Buenos Aires. Fue lo más importante de todo lo que aprendió en sus años de estudiante.
Un profesor contó el caso. Doña Maximiliana, muy cascada por los trajines de una larga vida sin domingos, llevaba unos cuantos días internada en el hospital, y cada día pedía lo mismo:
-Por favor, doctor, ¿podría tomarme el pulso?
Una suave presión de los dedos en la muñeca, y él decía:
-Muy bien. Setenta y ocho. Perfecto.
-Sí, doctor, gracias. Ahora, por favor, ¿me toma el pulso?
Y él volvía a tomarlo, y volvía a explicarle que estaba todo bien, que mejor imposible.
Día tras día, se repetía la escena. Cada vez que él pasaba por la cama de doña Maximiliana, esa voz, ese ronquido, lo llamaba, y le ofrecía ese brazo, esa ramita, una vez y otra vez, y otra.
Él obedecía, porque un buen médico debe ser paciente con sus pacientes, pero pensaba: Esta vieja es un plomo. Y pensaba: Le falta un tornillo.
Años demoró en darse cuenta de que ella estaba pidiendo que alguien la tocara.


Eduardo Galeano

lunes, 19 de julio de 2010

Puntos de vista

En algún lugar del tiempo, más allá del tiempo, el mundo era gris. Gracias a los indios ishir, que robaron los colores a los dioses, ahora el mundo resplandece, y los colores del mundo arden en los ojos que los miran.
Ticio Escobar acompañó a un equipo de la televisión, que viajó al Chaco, desde muy lejos, para filmar escenas de la vida cotidiana de los ishir.
Una niña indígena perseguía al director del equipo, silenciosa sombra pegada a su cuerpo, y lo miraba fijo a la cara, de muy cerca, como queriendo meterse en sus raros ojos azules.
El director recurrió a los buenos oficios de Ticio, que conocía a la niña y entendía su lengua. Ella confesó:
- Yo quiero saber de qué color ve usted las cosas.
- Del mismo que tú - sonrió el director.
- ¿Y cómo sabe usted de qué color veo yo las cosas?



Eduardo Galeano

jueves, 1 de julio de 2010

L'amour, pas vraiment!




Me siento vulnerable. Totalmente vulnerable. Es la única razón para que no termine nunca de demostrar nada: no te busco, no te digo cosas lindas (o no todas las que quisiera), no te demuestro los enojos (¡y la verdad que los hay!), no te dejo ver mis celos (y, ¡DIOS!, de esos sí que hay). Y todo es por eso sólo: me siento vulnerable; me tenés a tus pies.
Y si hoy veo a ese chico por el que me desviví tanto tiempo, no me causa nada más que el cariño que sentiría por un amigo... No puedo, ¡no quiero pensar en nadie que no seas vos!
Y me siento vulnerable, y eso me da miedo. Miedo porque no sé si me estaré dejando llevar... y no quiero lastimarte. No, a vos no, nunca. Y miedo porque no sé si me estaré dejando llevar... y voy a terminar sufriendo.
¡Es tan raro! Me gusta, me encanta todo lo que me hacés sentir, pero me llena de miedo. Porque soy vulnerable, como hace tiempo no era, y tengo miedo de que te des cuenta...



Me siento totalmente vulnerable. Y me muero de miedo.
Supongo que así es el amor.